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HISTORIAS DE UNA DECADENCIA
El jamón, la envidia, el esparto, el aceite de oliva, los alcornoques, la ramplonería, el flamenco, el sol, la paella, los toros, el ajedrez, la picaresca, los latifundios, la Inquisición, la sobrasada, el ajoaceite, el esperpento, la tortilla de patata, el garrote vil, el carajillo, el mus, los pronunciamientos militares, la zarzuela, la bota de vino, el tapeo, la automedicación, la lotería nacional, las recomendaciones, la copla, el bandolerismo, las chapuzas, el pecado, el chorizo, el color negro, el abanico, la guardia civil, los gitanos, las torrijas, el botijo, la ley del péndulo, la mala leche, las Cajas de Ahorro, la ONCE, la donación de órganos, los misioneros, las oposiciones, la siesta... ¡ah!, y Julio Iglesias, Pedro Almodóvar y Antonio Banderas.
Hasta hace bien poco se discutía sobre la europeidad o no de España (los Pirineos: frontera natural). Ahora, en cambio, se discute su ubicación en el orbe, pues hay quienes continúan creyendo que nuestro país se halla, más o menos, al sur de Méjico (no se asuste, señora, si un día a su ventana llama un zapatista).
Es como si no acabarán de encontrarnos. No supieran. O no quisieran. Y tal vez sea por haber vivido de rentas demasiado tiempo, arruinar la hacienda sin buscar repuestos, ir a remolque de la historia y perder protagonismo y prestigio. En definitiva, por dar mal ejemplo a Occidente, por ese ensimismamiento de la soberbia. Veamos lo que decía, a finales del XIX, Manuel Bartolomé Cossío: "Nuestra gran falta consiste en habernos quedado fuera del movimiento general del mundo y nuestra única salvación está en entrar en esa corriente y en hacer lo mismo que hacen las demás naciones. Somos en enseñanza, como en casi todo lo demás, una excepción, y hay que dejar de serlo" ...
Y aunque europeos de pleno derecho, brújula en mano y habiendo entrado ya en la modernidad, seguimos echando en falta un estatus más acorde con nuestras verdaderas necesidades, porque quizá tampoco nosotros, como ciudadanos, hemos sabido encontrar el lugar merecido dentro de nuestras fronteras. Pues si, por citar sólo un ejemplo, durante el siglo pasado la explotación de la escasa minería española (básica para el desarrollo industrial) estaba en manos del capital extranjero, otro tanto ocurre en la actualidad con más de la mitad de la industria. Por lo que hemos llegado a convertirnos en un país semiperiférico (apenas genera industria propia) y dependiente tecnológicamente de las economías centrales (EUA, UE y Japón).
Continuamos, en resumen, sin un capital endógeno con suficiente poder difusor que pueda crear un tejido industrial español, ya que el capital se desvía hacia inversiones en países subdesarrollados, que ofrecen mayores ventajas: Marruecos, Chile, Filipinas, Brasil, Uruguay, Colombia, Argentina, Portugal, etcétera (luego, cuando las crisis azotan dichos países, todo son lamentos).
Como consecuencia, los parques tecnológicos (inicialmente destinados a fomentar la investigación) han terminado convirtiéndose en lujosos polígonos industriales, orientados a atraer la instalación de multinacionales.
La política de privatizaciones (que otorga una ¡temporal! liquidez económica al Estado) acaba vendiendo infraestructura y patrimonio al mejor postor (por lo general, a capitales extranjeros; como ha ocurrido en el sector eléctrico). Finalmente, conseguir que el dinero se mueva, pase de unas familias a otras, sólo da apariencia de riqueza, puesto que lo que incrementa, en el fondo, es la especulación (para unos pocos).
Si nos remitimos nuevamente al siglo XIX, podremos comprobar cómo es, de principio a fin, una sucesión de oportunidades perdidas: las Cortes de Cádiz (1812), el pronunciamiento de Riego (1820), la caída de Espartero (1843), la Vicalvarada (1854), La Gloriosa (1868) y la 1ª República (1873).
El país, por supuesto, arrastraba toda una serie de asignaturas pendientes: el predominio de la propiedad agrícola sobre la industrial; el desigual reparto de la tierra (latifundios), fruto de unos sistemas de repoblación, cuando la Reconquista; la escasa presencia de la burguesía en el tejido social; la mínima repercusión de acontecimientos europeos (ni se produjo un Renacimiento propiamente dicho, ni hubo tampoco Revolución francesa ni, por descontado, Revolución industrial); la reforma fiscal (que no se acometerá hasta mediados del XIX); la modernización de la Administración (aún pendiente), con sus cuerpos privilegiados...
Y es que, desde un primer momento, la España creada por Isabel y Fernando se aleja del modelo europeo de Estado renacentista (Luis XI de Francia o Enrique VII de Inglaterra), pues los monarcas se atendrán básicamente a sus propios ideales e intenciones, así como a un concepto patrimonial del Estado.
Tomado el último baluarte musulmán (¡qué diferencia de nivel entre la cultura de Al-Andalus y la de los reinos cristianos!), continúa el espíritu de conquista, llegándose a forjar durante el siglo XVI un gran imperio: nuestro país, además de las posesiones en Europa, gobernaba no uno, sino en realidad tres imperios de ultramar (el imperio del oro y la plata de la América española, el imperio de las especias del Océano Índico y el imperio del azúcar del Atlántico sur).
A lo largo de los siglos XVII (Paz de Westfalia, 1648) y XVIII (Tratado de Utrech, 1713), España perderá sus dominios en Europa. Durante el siglo XIX perderá sus posesiones en América. Y en el siglo XX, no quedándole ya imperio alguno, la emprende consigo misma en una encarnizada guerra civil.
Como dice Cioran -fallecido en junio del 95-, España puede dar clases de decadencia (corrupción e incompetencia) a toda Europa, ya que su declive todavía prosigue (¡sí que vamos bien, sí!). ¿A qué santo, pues, padecer ese complejo de inferioridad?
Cedamos, ahora, la palabra al lúcido pensador rumano: "Los romanos, los turcos, los ingleses, pudieron fundar imperios durables porque, refractarios a cualquier doctrina, no impusieron ninguna a las naciones sometidas. Nunca hubieran logrado ejercer una hegemonía tan larga si los hubiese aquejado algún vicio mesiánico. Opresores inesperados, administradores parásitos, señores sin convicción, tenían el arte de combinar autoridad e indiferencia, rigor y laisser aller. Fue ese arte, secreto del verdadero amo, lo que antaño faltó a los españoles, así como falta a los conquistadores de nuestros días."
El espíritu carpetovetónico (Castilla irá lentamente imponiéndose a Aragón, en una España cada vez más agónica), que animó la Reconquista y su prolongación en el continente americano, así como la Contrarreforma, siempre se caracterizó por sus altas dosis de intolerancia.
Pasemos si no, a la literatura, excelente referencia para captar la idiosincrasia de un pueblo. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre el Poema de mio Cid y la Canción de Roldán!, como que al primero le hacen falta unas "gotitas de humedad"; aunque, claro, bien mirado, qué nos van a contar los franceses del benemérito señor Roldán.
Y era esa intolerancia la que tanto le dolía a Larra y a Unamuno (muy aconsejable, por cierto, el epistolario entre este último y Maragall).
Lo que queda, tras tantas derrotas, es siempre el cabreo: último reducto de la dignidad. Porque en esta "piel de toro-camisa blanca" Juan Ramón, Unamuno o Bergamín siempre fueron ilustres malhumorados, en opinión, claro está, de Francisco Umbral, otro que tal.
Luis Sánchez / febrero de 1996
(publicado en Corondel)
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